Sentado en el suelo de la cocina, hambriento y con síntomas de (posible) deshidratación, el poeta Ramírez finalmente concluyó que la obra en la que había invertido los quince últimos años no tenía más valor que un mediocre disco de hip-hop. Devoró entonces -de tres en tres- las hojas de sus cuadernos, y se recostó para morir bajo el ventilador de techo.