lunes, 4 de abril de 2011

Sin título IV.

Sobre una silla plegable, jugueteaba con las piernas, atrás-adelante -pues no llegaban a tocar el suelo-, mientras mi prima y sus amigas cuchicheaban entre ellas, mirándome sin tregua. Acaso se reían de mi estatura. No… intuía algo más inquietante. Aquellas tres niñas habían descubierto recientemente la tersura del tacto de sus cuerpos, la emergente voluptuosidad, y conocían ya las cuatro o cinco palabras mágicas para hacer sonrojar a cualquier muchacho. Me apuntaban con precoces ojos de lascivia, cubriéndose la sonrisa con unas manos blanquísimas. Yo cerraba los míos, me despeinaba impaciente e intentaba pensar solo en mis dedos húmedos, hurgando en la coronilla.

Pronto, el calor en orejas y pómulos se tornó insoportable. Quise correr en busca de mi madre, lleno de vergüenza, el pecho inflamado de furia. Quise apretar sus caderas, asirla por los pliegues de la falda y odiarla. Maldecirla por ser hijo único, y bajito; por obligarme a calzar zapatos de charol y la corbata verde que adivinaba ridícula; por no poder salir al jardín a fumar como mi padre y mis tíos.

Tal fue mi rabia, que olvidé por unos instantes que el plúmbeo ataúd de la abuela estaba aún en la habitación, entre las tres nínfulas y yo.