lunes, 4 de abril de 2011

Sin título IV.

Sobre una silla plegable, jugueteaba con las piernas, atrás-adelante -pues no llegaban a tocar el suelo-, mientras mi prima y sus amigas cuchicheaban entre ellas, mirándome sin tregua. Acaso se reían de mi estatura. No… intuía algo más inquietante. Aquellas tres niñas habían descubierto recientemente la tersura del tacto de sus cuerpos, la emergente voluptuosidad, y conocían ya las cuatro o cinco palabras mágicas para hacer sonrojar a cualquier muchacho. Me apuntaban con precoces ojos de lascivia, cubriéndose la sonrisa con unas manos blanquísimas. Yo cerraba los míos, me despeinaba impaciente e intentaba pensar solo en mis dedos húmedos, hurgando en la coronilla.

Pronto, el calor en orejas y pómulos se tornó insoportable. Quise correr en busca de mi madre, lleno de vergüenza, el pecho inflamado de furia. Quise apretar sus caderas, asirla por los pliegues de la falda y odiarla. Maldecirla por ser hijo único, y bajito; por obligarme a calzar zapatos de charol y la corbata verde que adivinaba ridícula; por no poder salir al jardín a fumar como mi padre y mis tíos.

Tal fue mi rabia, que olvidé por unos instantes que el plúmbeo ataúd de la abuela estaba aún en la habitación, entre las tres nínfulas y yo.

sábado, 5 de marzo de 2011

Se mordía los labios

Lamento tanto haber conocido -por fin- al maestro Klaus aquella tarde... No pude rehusarme, no fui capaz.

Siguiendo las instrucciones de su carta, la única que me contestó, acudí al restaurante acordado, muy al sur, justo bajo su casa. En cuanto lo vi ahí sentado, se derrumbó toda la dignidad, todo el aplomo, toda la genialidad que yo intuía en las fotos de las solapas de sus libros. Allí estaba, demacrado y tembloroso, como un niño con patines nuevos que se niega a descubrir el dolor. Parpadeaba de forma obsesiva. Se mordía los labios.

<<¡Un tenedor! ¡será posible!>>

Las letras negras del periódico bajo sus manos sudorosas informaban de un violento incidente en aquella misma calle: El frutero había sido asaltado apuñalado (con un tenedor).

Durante un buen rato, sin atisbo de cortesía ni elegancia, el maestro escupió y escupió palabras, atropellándose a sí mismo. Pude entenderle que llevaba casi un año sin salir de su apartamento, que era tan viejo que sus amigos ya estaban todos muertos, que nunca contestaba a los lectores, (pero que estaba solo y no sabía conducir), que no se fiaba de su editor y por eso no lo había llamado; dijo que La Barbarie lo acechaba hacía mucho tiempo , mientras clavaba la mirada en cuanto humano se acercara al restaurante.

Lo introduje a rastras en mi humilde renault y abandonamos raudos la ciudad. Lo tranquilizó ver la bolsa con las pastillas y los puros Montecristo que había detallado en la carta. pasado el primer peaje, me aflojé la corbata.

- Maestro, ¿adónde vamos?

- Este mundo se va al carajo -se nos cae encima, se nos viene abajo-, pero yo me voy antes. ¡Y que los pumas se coman mi carne!

- Maestro, aquí no hay pumas...

- ¡Pues los cuervos!

Fue mi último acto de devoción. Lo abandoné frente a un camino de tierra, lejos de los farallones.