lunes, 27 de septiembre de 2010

Buenas noches.

Antes incluso que sus ojos, reconocí sus manos ásperas, demasiado grandes para ese cuerpo. Las mismas manos de uñas perfectas que fabricaban pirotecnia en la bañera de casa a las cuatro de la mañana. Aún hoy me parece imperdonable que nunca me hubiera dejado acercarme, ni siquiera cuando le conté -con la enternecedora furia infantil que ahora reconozco en mis hijos- que en el colegio, el psicólogo alzaba las cejas lleno de incredulidad cuando le juraba que mis brazos amoratados se debían a mis excursiones noctámbulas de todas las madrugadas (reptaba sigiloso por el suelo de madera hasta alcanzar el objetivo y me quedaba mirando el quicio de la puerta, aguantando la respiración, esperando el destello fulgurante).

Cómo carajo entender entonces que la gente era tan frágil; Cómo iba a caberme en la cabeza que uno pudiera morirse así, desde adentro, si mi padre regresaba indemne de ese Olimpo embaldosado a la hora del desayuno, con la llama de Prometeo en el bolsillo y los puños todavía humeantes. Yo le disparaba con la pistola de madera, retándolo; Él caía grandilocuente y siempre se levantaba y me perseguía por el jardín, igual que Marlon Brando en aquella película que vería tantos años después.

Fui incapaz de mirarlo a la cara. Le deseé buenas noches y abandoné la clínica fingiendo que sólo se había quedado dormido. Desde el taxi, creí ver encendida la luz de la habitación.