Aterricé la noche en la que mandaron cerrar el periódico. Esperé casi tres horas a Claudia, pero no le reproché la tardanza. la abracé con la fuerza que mi hernia me permitió y no dijimos nada. Pero supe que, de camino al aeropuerto, Claudia había visto el Horror. Le conté el único chiste que me sabía, el del jet-lag, y aflojó un poco las manos del volante.
Mi casa era uno de los últimos reductos de cordura. Sabio fue mi padre al comprar el terreno lejos del centro. por primera vez, le di la razón. Adentro, todo besos y abrazos y "qué viejo estás, René", mientras me daban palmaditas en el hombro. la situación hubiera resultado casi normal, de no haber visto los muebles apilados delante de puertas y venanas; de no haber visto el revólver sobre la mesa.
comimos y bebimos copiosamente, como si viéramos al Horror acechante, más allá de las paredes. a los niños se les dio una copita de lambrusco para acallar su infantil certeza de que no eran truenos lo que sonaba al fondo. era lluvia, una lluvia de plomo y de barbarie.
a la una y media se interrumpió la emisión de radio. Me imaginé al locutor armado con el fusil y la dignidad de (Salvador) Allende, pero vistiendo una corbata de rombos. Cuando finalmente el Horror llamó a la puerta, cortaron la luz, y yo recé y recé como un traidor, y tomé a tientas las manos secas de mi madre.