Lamento tanto haber conocido -por fin- al maestro Klaus aquella tarde... No pude rehusarme, no fui capaz.
Siguiendo las instrucciones de su carta, la única que me contestó, acudí al restaurante acordado, muy al sur, justo bajo su casa. En cuanto lo vi ahí sentado, se derrumbó toda la dignidad, todo el aplomo, toda la genialidad que yo intuía en las fotos de las solapas de sus libros. Allí estaba, demacrado y tembloroso, como un niño con patines nuevos que se niega a descubrir el dolor. Parpadeaba de forma obsesiva. Se mordía los labios.
<<¡Un tenedor! ¡será posible!>>
Las letras negras del periódico bajo sus manos sudorosas informaban de un violento incidente en aquella misma calle: El frutero había sido asaltado apuñalado (con un tenedor).
Durante un buen rato, sin atisbo de cortesía ni elegancia, el maestro escupió y escupió palabras, atropellándose a sí mismo. Pude entenderle que llevaba casi un año sin salir de su apartamento, que era tan viejo que sus amigos ya estaban todos muertos, que nunca contestaba a los lectores, (pero que estaba solo y no sabía conducir), que no se fiaba de su editor y por eso no lo había llamado; dijo que La Barbarie lo acechaba hacía mucho tiempo , mientras clavaba la mirada en cuanto humano se acercara al restaurante.
Lo introduje a rastras en mi humilde renault y abandonamos raudos la ciudad. Lo tranquilizó ver la bolsa con las pastillas y los puros Montecristo que había detallado en la carta. pasado el primer peaje, me aflojé la corbata.
- Maestro, ¿adónde vamos?
- Maestro, aquí no hay pumas...
- ¡Pues los cuervos!
Fue mi último acto de devoción. Lo abandoné frente a un camino de tierra, lejos de los farallones.