Antes incluso que sus ojos, reconocí sus manos ásperas, demasiado grandes para ese cuerpo. Las mismas manos de uñas perfectas que fabricaban pirotecnia en la bañera de casa a las cuatro de la mañana. Aún hoy me parece imperdonable que nunca me hubiera dejado acercarme, ni siquiera cuando le conté -con la enternecedora furia infantil que ahora reconozco en mis hijos- que en el colegio, el psicólogo alzaba las cejas lleno de incredulidad cuando le juraba que mis brazos amoratados se debían a mis excursiones noctámbulas de todas las madrugadas (reptaba sigiloso por el suelo de madera hasta alcanzar el objetivo y me quedaba mirando el quicio de la puerta, aguantando la respiración, esperando el destello fulgurante).
lunes, 27 de septiembre de 2010
Buenas noches.
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