Cada domingo, a Saúl se le permitía caminar sin correas por el patio y fumar los cigarrillos que le enviaba de vez en cuando su abogado de oficio. De lunes a sábado, le cerraban los ojos con esparadrapo y le apretaban las correas hasta el umbral del dolor. Él se dejaba, mientras anotaba mentalmente, como quien apila ropa sobre un baúl, los personajes que había encarnado allá en la Rambla durante su corta carrera.
-Si me hubieran dado unos días más, habría podido llegar a ser tenista, o incluso centurión romano-, dijo al abogado a través de un cristal. Sin embargo, los días se le agotaron. Aquel último era cieramente domingo, lo sabía por la cantidad de gente deambulando. Llegó media hora tarde a su sitio y, claro, allí estaba el otro, estático sobre el pedestal. Saúl podía tolerar cualquier cosa, aun la presencia dl rival en SU sitio; pero lo inadmisible, lo realmente inaguantable era ver cómo el otro le había robado la identidad.
-No fue coincidencia que él también fuera Don Quijote aquella mañana. ¡No señor! El muy cabrón tuvo que abrirme la cabeza mientras dormía, para arrancarme lo que más me importaba.
Saúl no se contuvo. Estalló en furia y saltó sobre el otro, clavándole en la cara los disntes que todavía conservaba. De el otro no quedó gran cosa. El forense de Medicina Legal lo reconoció por las huellas dactilares. En el juicio, Saúl declaró que lo único que pretendía era quitarle el disfráz.