domingo, 31 de octubre de 2010

Sin título II.

Cada domingo, a Saúl se le permitía caminar sin correas por el patio y fumar los cigarrillos que le enviaba de vez en cuando su abogado de oficio. De lunes a sábado, le cerraban los ojos con esparadrapo y le apretaban las correas hasta el umbral del dolor. Él se dejaba, mientras anotaba mentalmente, como quien apila ropa sobre un baúl, los personajes que había encarnado allá en la Rambla durante su corta carrera.

-Si me hubieran dado unos días más, habría podido llegar a ser tenista, o incluso centurión romano-, dijo al abogado a través de un cristal. Sin embargo, los días se le agotaron. Aquel último era cieramente domingo, lo sabía por la cantidad de gente deambulando. Llegó media hora tarde a su sitio y, claro, allí estaba el otro, estático sobre el pedestal. Saúl podía tolerar cualquier cosa, aun la presencia dl rival en SU sitio; pero lo inadmisible, lo realmente inaguantable era ver cómo el otro le había robado la identidad.

-No fue coincidencia que él también fuera Don Quijote aquella mañana. ¡No señor! El muy cabrón tuvo que abrirme la cabeza mientras dormía, para arrancarme lo que más me importaba.

Saúl no se contuvo. Estalló en furia y saltó sobre el otro, clavándole en la cara los disntes que todavía conservaba. De el otro no quedó gran cosa. El forense de Medicina Legal lo reconoció por las huellas dactilares. En el juicio, Saúl declaró que lo único que pretendía era quitarle el disfráz.

miércoles, 27 de octubre de 2010

Sin título.

Probablemente me eligió porque le recordaba a su hijo –pensé en un principio; hijo muerto, quizás. Por eso me miraba a los labios y no a los ojos. Entonces yo le miraba el escote y las arrugas y lunares del cuello. No logré saber si sus ojos eran grises, o acaso marrón-prosaico, como todos los demás.

Nunca cultivamos nada más allá de sus medias noches insatisfechas y los dos o tres billetes manoseados que me dejaba sobre el canapé con una nota: “para tus gastos”.

A veces, acudía contoneando sus carnes, ebria, y me obligaba a golpearla como lo hacía su padre, supuse. A veces sólo me cantaba un tango al oído, y se retiraba a su habitación a romper enérgicamente la colección de payasos de porcelana.

Hasta que una noche la encontré en el suelo de la cocina, sujetando un viejo periódico color bilis, y me abrazó con tanta fuerza, que no fui capaz de decirle que Carlos Gardel llevaba muerto más de veinte años.

viernes, 1 de octubre de 2010

Empezemos, verbigracia, por el (cuarto) principio:

"Cuando evoco los últimos días que pasé allá en Meridiana, irremediablemente pienso en el peluquero del barrio y su hedor corporal como partes integrantes de la nostalgia; Peluquero gracias al cual -dicho sea de paso-, me falta media oreja izquierda. No lo culpo, aunque bien es cierto que algunas noches, divagando acerca del asunto, creo recordar un brillo de odio en su mirada cada vez que, al meterme lentamente la mano en el bolsillo, fingía no tener el dinero suficiente, para ahorrarme así un par de monedas. No sé cómo fui capaz de dejarme afeitar durante tanto tiempo por aquel afable calvo manitorpe y sonrosado, que contrarrestaba sus carencias craneales con una barba de color verde pino, y alguna que otra venganza cotidiana hacia los que no reflejábamos la luz del sol con la coronilla ."


Recuerde, querido lector.

"Pues la realidad, como todos sabemos, es siempre diferente a todo."

W. G Sebald.