Llevaba siempre una fotografía en el bolsillo de la andrajosa chaqueta (como quien porta -oculto- un revólver); foto que había soportado innumerables requisas y atracos y malas rachas de póker. De hecho, aquel curioso retrato blanquinegro guardaba cierta semejanza con los revólveres en particular y las armas en general, en cuanto a su capacidad de convencer, de persuadir. Por eso, cada noche de domingo, cuando casi todas las putas de la estación de buses se habían negado a negociar con él, se acercaba a la última, la de la puerta de los baños, sacaba frente a ella la foto, y pronunciaba con solemnidad las palabras mágicas:
"yo
antes
fui
torero"
Qué bueno.
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